viernes, 30 de marzo de 2012

Jacques Demy (V y final). 'Trois places pour le 26'


Trois places pour le 26 (1988) es la última película de Jacques Demy, exceptuando su colaboración con el cineasta Paul Grimault en La table tournante (también de 1988), en la que dirige las escenas con actores reales que se intercalan entre los cortos de animación de Grimault. Trois places pour le 26 se puede considerar, sin duda, un filme raro, una rareza la suya que conlleva matices positivos y negativos. Llega después del fracaso comercial y de crítica de su obra anterior, Parking (1985), por el que Demy se planteó muy seriamente seguir dirigiendo. Tras esta producción, se puede afirmar sin duda que Trois places pour le 26 es una producción mucho mejor, pero tampoco es la película perfecta para cerrar la filmografía de este cineasta tan singular, no está a la altura de su cine de los sesenta.


En cualquier caso, creo que merece la pena, y bastante. Demy tampoco esperaba que fuera su última película: en su concepción original, se trata tan solo de un filme con el que “salir del paso” de los vientos en contra que lastraban su carrera. Sin embargo, este trabajo que en su origen era un simple encargo –o más bien un favor- del productor-director Claude Berri a mayor gloria del actor y cantante Yves Montand (El salario del miedo, Z, Todo va bien), le resulta a Demy la oportunidad de retomar un antiguo proyecto de los 70, Dancing, que en su día ya propuso a Montand. Por tanto, Trois places pour le 26 es el punto convergente de estas dos ideas: el musical de los 70 que Demy soñaba realizar cuando Montand estaba en la cumbre de su carrera, y el filme de encargo-favor de Claude Berri que el cineasta está dispuesto a pagar tras el éxito de dos películas que había dirigido, revalorizando con su gran éxito la figura de Montand (Jean de Florette y Manon des sources, ambas de 1986).

Es el momento de hacer un esfuerzo y volver a creer en uno mismo, y así es como pienso que Demy afrontó esta última película. Sin embargo, a pesar de su habilidad en la dirección, se aprecia cierta falta de confianza del cineasta en su faceta de guionista, así como en algún momento vuelve la vista atrás con algo de tristeza (el momento más evidente es cuando Montand, en un número en el que homenajea el cine musical, entona por unos segundos la melodía principal de Los paraguas de Cherburgo: Demy y Legrand hacen un guiño al esplendor de su colaboración en el pasado).


Como digo, se nota que no es la película con la que quería acabar su carrera, pero, obligado por las circunstancias (durante el rodaje, tuvo que ser hospitalizado en un par de ocasiones, que propiciaron que se le diagnosticara sida), hizo un esfuerzo adicional, logrando algunas escenas brillantes (que se intercalan con otras que ni suman ni restan y son características de la propuesta comercial que en su inicio iba a ser). Demy intuye que será su última película y la dedica a su mujer, Agnès Varda.

El argumento mezcla realidad y ficción. Yves Montand regresa en el filme, interpretándose a sí mismo, a la localidad de su juventud, Marsella, para presentar su nuevo espectáculo, Montand de notre temps, y de paso, tratar de retomar la relación con un amor de su juventud. Dicho amor es ahora la mujer de un barón encarcelado por delitos de corrupción y madre de Marion (la lozana Mathilda May, antes de perder su dignidad rodando una de las peores películas del cine español), una chica con muchos pájaros en la cabeza que sueña con ser artista y conocer a su ídolo, el entertainer Montand. El destino hará que acabe siendo la coprotagonista de su show.

Demy retoma los destinos cambiantes, el espíritu romántico e idealista de sus personajes, la ciudad cercana al mar, las madres bellas que no envejecen, los giros inesperados de guión, las referencias a la vida bohemia de los marineros… Demy vuelve a ser Demy en gran parte de metraje.

Bernard Évein en la decoración, su hija Rosalie Varda en vestuario, Michel Legrand en la música (y Michael Peters, responsable de la coreografía de Thriller o Beat it, de Michael Jackson, dirigiendo el cuerpo de baile). Legrand retoma su habilidad para crear pegadizas melodías de canciones que reflejan los estados de ánimo de los personajes (en Parking no había estado muy acertado), y llevaba sin componer para Demy con ese fin desde Piel de asno (1970), aunque en esta ocasión apuesta por los sintetizadores y las cajas de ritmos con un resultado bastante extraño algunos ratos: no es el sonido habitual de su trabajo y se nota, pero las melodías salvan la jugada. De nuevo Demy regresa a sus letras-diálogos chispeantes y aparentemente fáciles.

Y es que, a pesar del desarrollo bastante lineal y a ratos previsible del guión, y de algunas incoherencias en su desarrollo (todo se trata de camuflar llevando al extremo la “ingenuidad” de los personajes, que en algunos momentos se quedan bastante simples), Demy se luce en los números musicales y con algunos volantazos autorales que le dan chicha al asunto.

Menciono esos números musicales porque, en ellos, el director vuelve a explotar las posibilidades del formato ancho de filmación, cuenta con un amplio cuerpo de baile, coreógrafo norteamericano, y la verdad, es que mucho más dinero que en anteriores producciones. Y se nota. Y le saca partido.

La secuencia de apertura del filme es un manual sobre cómo se debe realizar un número musical. Demy realiza su particular “escalera de Odessa” acompañado del sonido ochenteno de Legrand. Montand y su equipo se disponen a descender por la gran escalinata de la ciudad, los periodistas y cámaras les acosan. El artista responde formal, mientras todos cantan y bailan. Se trata de un ejercicio de gran dificultad, resuelto con maestría: podrá cuestionarse la letra, la música, la danza, pero la dirección de Demy es intachable, combinando planos cortos y dinámicos con grúas que se elevan para recoger a la multitud en movimiento.

El resto de números musicales se concentran en su mayor parte dentro del espectáculo de Montand, y entre ellos destaca el que mencioné antes de homenaje al cine musical, verdaderamente sentido.

La irrealidad del musical se lleva al extremo, y no solo en el plano teórico. Se habla de un pasado romance de Montand durante la Segunda Guerra Mundial, y de que han pasado 22 años desde entonces: estaríamos hablando de que la historia se desarrolla en los años 60, como mucho 70, pero no, es en los 80, tal y como parece. Montand debería tener unos 40 ó 50 años, pero no, tiene ya los sesenta bien cumplidos… Pero no, Demy se empeña en que solo han pasado 22 años (¿posible capricho al respetar la fecha primitiva de Dancing, su proyecto original?). Otro momento de pura transgresión de la realidad es sin duda el número musical de la perfumería en el que Marion y sus compañeras sueñan con lograr tres entradas para el día 26 (el del estreno del show, de ahí el título), y la joven baila y canta con la imagen de Montand con la que sueña.

Pero sin duda, la gran apuesta argumental de Demy llega en el tercer acto de la historia. Si hasta ahora, la corrección y la formalidad eran las notas predominantes y todos los personajes permanecían actuando dentro de su aparente sencillez, Demy se plantea una pregunta. ¿Cómo terminaría un musical clásico esta historia? Surgen dos respuestas: una, que Montand seduce a la joven Marion como el gran caballero que siempre ha sido; dos, que Montand logra reconquistar al amor de su juventud. Demy fusiona y reinterpreta los patrones clásicos: la noche del estreno, animados por el éxito, Montand y Marion acaban acostándose juntos. A la mañana siguiente, se enteran de que son padre e hija.

Cuando el espectador todavía sigue en actitud :O, Demy resuelve la historia con un muy bien interpretado juego de miradas (reduciendo la narración cinematográfica a su expresión básica: la visual) y, como en todas sus películas, acaba cerrando el iris de su objetivo, en esta ocasión por última vez.

El director termina su filmografía con un incesto, un tema que ya había sido sugerido y evitado anteriormente (Piel de asno), y con el que sale finalmente a la superficie la sexualidad oculta y derivados, que habían acompañado a sus personajes en toda su filmografía: desde la inocente prostituta Lola, al embarazo masculino de Mastroianni en No te puedes fiar ni de la cigüeña, pasando por el enganche sexual de La bahía de los ángeles, la aparente frigidez de la masculina Lady Oscar o todo lo perversamente sexual que es que Dominique Sanda se pase Una habitación en la ciudad completamente desnuda bajo un abrigo de visón. Demy termina sus reinterpretaciones de sus referentes del cine clásico y del musical, provocando definitivamente al espectador sacando a la luz esa otra cara que esconden sus personajes en apariencia simples y soñadores.

Él mismo podría encajar en ese tipo de personaje: se había autorretratado así en sus filmes. Bastante se ha especulado sobre la sexualidad de Demy (no en vano, murió de sida), aunque siempre se presentó como el fiel marido de Agnès Varda, parte esencial de un duradero matrimonio ideal.

La realidad en el cine de Demy siempre tiene una cara negativa que merece ser analizada (Deneuve en Los paraguas de Cherburgo promete a su amado que jamás vivirá sin él, y vaya que si podrá; así como en Las señoritas de Rochefort los personajes cantan y bailan sin preocuparse de la inminente guerra que anuncian los periódicos, e incluso conviven e intercambian chistes con un peligroso maniaco sexual con pinta de abuelito afable), y que finalmente pasa del estado latente a hacerse patente en su última película. El cine de Demy, merece, como vengo diciendo desde mi primer post, una revisión. Hay mucho que sacar de sus imágenes. Mucho más que en el cine aparentemente críptico de ciertos directores de alma hueca.

En los últimos años de su vida se dedicó a recuperar sus recuerdos, a pesar de tener iniciados algunos proyectos. Consciente de su debilidad y de su complicado futuro, cedió todos esas memorias a su mujer Agnès Varda, con las que esta compuso la memorable Jacquot de Nantes (1991), cuyo rodaje supervisó Demy, muriendo a los pocos días de terminarse.

Jacquot de Nantes es una obra bellísima, un sentido homenaje de la mujer que le amaba a ese hombre de complejo y rico mundo interior –vestido de tranquilidad- al que la vida, como filma Varda, se le escapa como arena entre las manos. La cineasta retrata la piel de Demy, su pelo, su carne envejecida antes de que desaparezca, y recrea en Nantes su infancia y adolescencia, origen de su obra.

Varda retomaría la figura de su marido en dos películas más, ambos de carácter documental. Les demoiselles ont eu 25 ans (1993) recoge el regreso de Varda y miembros destacados del equipo de Las señoritas de Rochefort precisamente a esta ciudad, la del rodaje, así como sus impresiones. Más interesante es L’univers de Jacques Demy (1995), un amplio recorrido por el cine y la vida –más bien, la vida a través del cine- del cineasta de Nantes, repleto de anécdotas, comentarios y datos de interés que hará las delicias de todo aquel que desee saber más sobre él y sobre sus películas. Nadie mejor que Varda para explicar al mundo el lado íntimo y personal de su marido, Jacques Demy.

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